9/18/2013

27 poemas de amor de una vieja puta de Las Cañas

Grabación 23. Manuela Marquina «Manolita», Riera Las Cañas. 23-4-1987

Que me amaba con la cabeza, ¿usted se cree, señorita, que se le puede ir con eso a una mujer?, que otros hombres, me contaba mi prenda, me habían querido con lo que les cuelga o con el corazón, y que por eso me habían salpicado cristales rotos, pero que como él me amaba con la cabeza no nos despeñaríamos, que la vida nos sonreiría sin fuegos artificiales ni mermeladas fulleras, poco y siempre, que es como hay que ser feliz. Y lo mismo que usted piensa ahora lo pensaba yo entonces, señorita, que qué carajo sabría sobre los mecanismos de la vida un mocoso de quince años y cuatro pajas. Pero la cosa era que reparabas en mi prenda, sentado en la cocina, formal, pidiendo permiso para beber agua, como si no pisara la barraca de una puta de la que entraban y salían regimientos a su antojo, tan importante individuo, tan profunda roca, tan idioma fino, con las ideas aseadas y puestas en sus alacenas, que te hacía dudar de la dudas, ¿usted me entiende, señorita?, ay, qué coraje, con lo cristalino que lo aposento en la cabeza y cómo me cuesta sacarlo a explicar. Mire usted, las personas hablan en derecho o en torcido, según las educaciones que padecieron, yo mis cuatro letras las he aprendido de sudar la calle, que mujer de lengua certera, mujer refranera, porque decir verdades es decir refranes, y a quien no le alimente un refrán amortajado está, pero te venga la educación de donde te venga, que en esto no se salva el magistrado o el porquero del magistrado, todas las palabras que decimos acaban donde acaban todas las palabras que decimos: plumas al son del viento. ¿A que no miento? Pues las de mi prenda no, las palabras de mi prenda caían sobre la mesa o el empedrado y ahuecaban hoyo de lo que pesaban; no era cuestión de gritar, que no recuerdo a mi prenda haber levantado la voz, era cuestión de la miga de las palabras, de la molla del pan. Y yo, mientras le preparaba unos huevos fritos o una tortilla, le repetía, pero cómo nos vamos a enredar en estos berenjenales, prenda mía, si tengo el chocho más dado de sí que la puerta de una cantina, si cuando cumplas treinta yo estaré matusalén, si en cuanto que se te enfríe el cocido me volveré cachivache que estorba, si a tu madre se le secarán los aires de un síncope y tu padre pondrá patas arriba el país hasta dar con nosotros. Porque al padre había que echarle el pienso aparte, señorita, un pez gordo de los de antes, de los que chistaban y amilanaban a obispos y ministros, y su nombre me lo callo porque todavía canguela por aquí aunque lleve cuarenta años comido de gusanos. Pero mi prenda, mula, señorita, mula de las que soportan carros y carretas, sin escandaleras, que la fuerza no se le derramaba por la boca, o plantarse gallito, que el mozo que gallea cavila por donde mea, que de fanfarrones que prometían palacios y criadas y a las tres corridas se desinflaban con el rabo entre las piernas puedo yo publicar biblias y folletines. Mi prenda no, mi prenda no me tentaba con palacios, no me desplegaba fajos de billetes como cola de pavo real, él me cortejaba con sopas de ajo y goteras, enemigo de barnices y chantajes, amo del futuro, y las estrecheces que me brindaba se me representaban a mí el más amplio y ricamente amueblado de los paraísos, ¿usted me entiende, señorita?, ay, qué coraje, con lo cristalino que lo aposento en la cabeza y cómo me cuesta sacarlo a explicar. Y cuando me hartaba de que mi prenda me toreara las pegas y se me encendía el moño, porque una ha sido bandolera, de las que se echan al monte, y a machos de grandes como castillos he botado yo de mi casa con las tijeras en ristre, y le embestía con la pregunta sin aderezos ni aliños, ¿pero por qué te vas a jugar el porvenir conmigo, alma de cántaro?, él me respondía delicado, con las aritméticas sabidas, mirándome a los trasteros de los ojos, adónde ningún hombre me había escarbado. «Porque te amo con la cabeza». Y a mí me entraban unos temblores por el espinazo, unos temblores por los muslos, por la boca del estómago, que el alma se me salía del hueco. Y aun estando empachada de tanto bregar con cipotes y cigalas, de no quitarme la peste a hombre de sol a sol, me derretía por trasponer a mi prenda a los umbrales de la gloria. Y eso hacía. Mudaba las sábanas de la cama y lo aupaba por encima de los cielos que nos vende Dios. Porque mi prenda me alocó la razón. Me robó entera. Y toda yo meneaba la cola como chucho faldero cuando él aparecía, repeinado, con sus olores a colonia, las cartillas de caligrafía y cuantísimo libro para leerme. ¿Qué contarle de mi coño, señorita?, yo perdí el coño la noche que hice hombre a mi prenda. Se lo llevó él. Prendido en el ojal de su chaqueta. Porque cuando a una hembra le enamoran el coño le anuncian el principio del final, que por ahí mordemos nosotras el anzuelo, ¿usted me entiende, señorita?, ay, qué coraje, con lo cristalino que lo aposento en la cabeza y cómo me cuesta sacarlo a explicar. Y que de pelarme la pava otro, señoritingo y de familia con caudales, pues a lo mejor tiro palante y a sangrarle lo que le pudiera sangrar. Pero a él no, señorita. A mi prenda, no. Antes me cortaba las venas a mordiscos. Y probar a ir de cara y en serio, menos que lo otro, que por estos andurriales lo que se baja se ha de subir, y que no comprendemos que rodábamos a favor de pendiente hasta que se empina la cuesta. Y que no, señorita, que el amor será ciego pero el matrimonio le devuelve la vista, y que debes estar escasa de luces para joderte los sueños empeñada en vivirlos, que una es puta porque no es simple, y que de números, los justos, pero que de curvas y barrancos le doy yo conferencias al mariscal de los catedráticos, porque por muy bonito que fuera ya se afearía, que así calcularon la vida, leche, y no le han herrado parche o contraveneno, que puta y vino del frasco a la noche dan gusto y a la mañana asco, y que la desgracia de un loco es topar con otro. Y eso no lo consentiría, señorita, eso sí que no, que una ha encajado sin tambalearse chascos, desengaños, amarguras, palos y palizas, pero rociar de porquería lo mío con mi prenda con el emparejarnos, jamás. Me mato, o lo mato para no que no se pudra lo lindo, ¿usted me entiende, señorita?, ay, qué coraje, con lo cristalino que lo aposento en la cabeza y cómo me cuesta sacarlo a explicar. Y en viendo que el sainete se desmadraba, que no refrenaba las riendas del borrico, me trinqué un botellín anís y le expliqué al padre lo de su hijo conmigo. El hombre, educado, galante, que Dios nos libre del malvado amable que del bruto me libro yo, se regocijó de que el retoño que le creció enclenque y poeta estuviera enredado en puteríos. Y cuando le pidió aclaraciones a mi prenda y comprobó que no era capricho de verbena, que amaba a prueba de sueños, carretera y manta, que si las carnes se buscan es remedio poner tierra por medio, o mares, porque la familia embaló los bártulos y emigró a las Argentinas. Antes del embarque el padre me visitó y me agradeció el aviso, que putas que saben lo que son y para lo que están «no como esas tunantas que van encoñando a críos faltos de conocimiento, dignifican el oficio más antiguo». Tal cual me dijo. Me firmó una recomendación por si en el futuro me rozaba con la autoridad y dejó quince mil pesetas en la cama. Nadie ha llorado lo que yo lloré aquella noche, señorita. Por las cartas de la Bernarda, que servía en la casa del padre, y que marchó con ellos a las Argentinas, y que era hermana de una comadre del oficio, aquí, en Las Cañas, me enteré de los coletazos. Que entre el padre y el hijo se alzó un tabique de negro rencor, que la madre desvariaba chifladuras y que en el hogar se hospedaron la herrumbre y los maleficios. Y así, a los tres años, la Bernarda refirió en una carta que lo encerraron en la loquería. ¿Loco mi prenda? Bendito sea el niño Jesús, no ha habido otro cuerdo en el redondel del mundo. Cuerdo, bueno y desprovisto de banderas, y eso está muy perseguido por los dueños de las leyes, ¿usted me entiende, señorita?, ay, qué coraje, con lo cristalino que lo aposento en la cabeza y cómo me cuesta sacarlo a explicar. Y que cuando mi comadre no me leía las cartas de su hermana porque iba con prisas, o a un recado, o qué se yo, me puse en lo peor. Lo enterraron allí, con la madre. El padre regresó aquí a morirse. Solo y rico. Como se morirá el diablo. ¡Ea! Y por eso mismito, cuando la pensión Ureña reventó a arder, que aquello parecía una parroquia de los infiernos, salí escopeteada hacia su portal. Y mis vecinos parándome, y mis comadres parándome, y los bomberos parándome, y yo mordiendo los brazos que me querían parar. Y que no estaba loca, señorita, ni loca, ni chocha, ni suicida, que entré al fuego a por lo mío, que pocos refranes atinan como aquel que proclama que para resistir en el vivir conserva algo por lo que morir. Y que subía los peldaños de las escaleras de tres en tres, cuando a la mañana apenas pude bajarlos de uno en uno, que de repente los reúmas no me chirriaban, señorita, que olvidé la cojera del hijo de puerca que me rompió la rótula por no frotarme las verrugas de su polla, que mis pulmones respiraban como pistones de locomotora pero no me asfixiaba el humo, no se me nublaba la visión, que los escombros quemados llovían en diluvios por todas las esquinas habidas y por haber, menos encima mío, señorita, menos encima mío, y que allí estaba la cajita, sobre la cómoda, donde la dejé, con la habitación abrasada y sin que una llama siquiera la lamiera, como si… ¿Usted me entiende, señorita?, ay, qué coraje, con lo cristalino que lo aposento en la cabeza y cómo me cuesta sacarlo a explicar.




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