9/02/2012

Hernán

No tenía la cabeza bien puesta en su sitio, aunque lo compensaba con saber estarse callado. Nadie ha empatado siquiera su destreza en el no estar estando. A una cuarta de lo invisible. Pero se ha comprobado que si naciste para yonqui del cielo te caen jeringas, y en cuanto que lo dejaban medio minuto a solas, hala, se aflojaba los pantalones y se aliviaba. Plantando la evacuada, de los sitios posibles, en donde más a la vista estuviera. Que se conoce que en eso le encontraba el gusto al gusto.

Entre sus allegados se repartieron turnos de vigilancia. Como dicta la vergüenza. Pero claro, nunca faltaba un custodio que se quedara traspuesto en lo duro de la siesta o saliera a liarse un cigarrito al balcón. Entonces Hernán firmaba la obra en un santiamén porque en todo el ajo no hubo día que lo trincaran. El asunto era que cuando un vecino se escandalizaba por el zurullo dentro de la cestita de las arras, o junto al altar mayor, o en la cuna del recién parido, o a los pies del ataúd, por ahí, como tozuda ley física, paraba él: hojeando el National Geographic o montañeando miguitas de pan.

—¿Qué, Hernán?
—¿Qué de qué?
—El zurullo.
—Sí, ¿qué?
—Pues qué va a ser, Hernán, qué va a ser...




.

0 Comentario: